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I ONLY HAVE A MOUTH WITH YOUR WHOLE HAND INSIDE

Maxi Wallenhorst

Solo tenía una boca con tu mano entera dentro. Así, si quisieras besarme tendrías que usar al menos cuatro dedos. Lo hiciste. No me lo podía creer. Y, más que increíble, fue decepcionante. Y, con decepcionante me refiero a impregnado con un regusto a jabón barato, deseo y miedo a partes iguales. Me gustaba muchísimo. Solo tenía una boca con tu mano en mi mano.

Durante los años 20 y principios de los 30 se publicaron en Berlín unas cuantas revistas con nombres que solían ser alguna combinación variante de amistad, mujeres y amor. Los cambios se debían a la censura. Die Freundin, Garçonne, Frauenliebe o Liebende Frauen. Estos títulos son citados a veces como las primeras revistas lésbicas del mundo. En 1932, a penas unas semanas antes de su muerte, su editor experto en negocios, Friedrich Radszuweit, se refirió al respetable homosexual y nazi destacado, Ernst Röhm, como un líder competente. Martin Butzkow, el twink malvado1 a quien Radszuweit había conocido mientras se metía en riñas callejeras con comunistas y a quien más tarde adoptó, heredó la empresa.

Junto a serias discusiones sobre la naturaleza del amor entre personas del mismo sexo y el travestismo, las revistas incluían información sobre eventos, anuncios personales y bocetos literarios románticos que a veces llegaban a ser serializados. Me parecen demasiado sentimentales, pero no puedo parar: lxs amantes acarician la fría y lisa boca de un revólver, no para asaltar un banco, sino para vengarse acabando con sus propias vidas. Despedidas entre lágrimas en la estación de tren y una insistencia algo más que sexual en su deseo, lo cual solo puede significar que seguramente follaron un montón. Muchas de estas historias de amor se sitúan en lo epistolar. Lxs escritorxs parecen estar constantemente a punto de dejarse caer en la fantasía de la segunda persona, que es un ligero velo sobre la primera persona del plural, como ahora yo te escribo a ti. Como nosotrxs. Veamos.

Cuando me empujaste contra la pared en el instituto y metiste tu mano entera dentro de mi boca estaba empezando a nevar. ¡Ay, tú! Tu curiosidad sincera sobre si todos tus dedos (que aun parecían de pianista a pesar de toda la carpintería) entrarían. También pusiste tu pierna entre las mías. Me empalmé. El beso no me cambió la vida para siempre. Pasó algo distinto, no del todo asimilado en la interioridad burguesa, sino que se disparó lateralmente hacia el presente. Era 1927 en Berlín y la temporada de oscuridad de seis meses de largo acababa de empezar un par de semanas antes. La nieve se derretía consistentemente. Desde el interior de la oscura mansión Tiergarten se escuchaba el respetable y alegre aplauso que marcaba el final de la clase que nos acabábamos de saltar. Rápidamente, la gente con la que nos habíamos peleado o acostado, o ambas cosas en muchos de los casos, empezaba a salir a beber, que era la verdadera razón por la que habían venido. ¿A dónde iremos?

Te lo preguntaba en serio. Mi compañera de piso se había reunido con su grupo de lectura de Marx en casa y habían pedido que no hubiera ruidos de sexo. Vivías demasiado lejos, en Wedding. Esta situación, por ejemplo, en dormitorios a pocos pasos de distancia, deba lugar a algo casi existencial: una gelatina brutal que bloquea el camino a casa, a los bares. ¿A dónde iremos? Nos desviamos por el Spree, cotilleamos sobre las últimas tendencias de la crítica, moda, en revistas homosexuales. Así éramos: dos travestis que ponen sus manos en la boca de lx otrx. Nos paramos a hablar de libros de los que habíamos leído como mucho treinta páginas (suficientes). Dos amigxs de ideas afines que caminan a la estación de tren. Vivíamos con la incertidumbre de si esa era la palabra (o estación) adecuada, o si siquiera habría una que pudiera mantenernos juntxs bajo estas circunstancias. (Las circunstancias de la modernidad colonial capitalista.) Ahora vivíamos aquí. Durante años, aunque aún no me lo podía creer. Era 1927 y lo opuesto a la obviedad, revoloteando a nuestro alrededor, seguía robándonos el tiempo. Yo ya sabía que esto era la realidad de nuestra fantasía: frustrante y cálida, como nuestra respiración en la horrible noche de invierno. La nieve que se filtraba a través del cuero de nuestras (impecables) botas no era para nada apocalíptica. Nadie murió esa noche.

3

Las extremidades esbeltas y flexibles se entretejían, como los árboles de un bosque virgen inextricablemente impenetrable2. Expuesta ante tus manos, a los vientos de Berlín Oeste y el inminente colapso económico, siento mi cara como algo real. Como si se rellenase con una fina capa de la biología más reciente, a pesar de que no me lo creyese del todo. Aunque llevaba puesto un mono un poco pretencioso (como las chicas en Bauhaus) y mi abrigo más caliente (un poco grande para que resaltase mi figura femenina), cada pedazo de piel que tocabas se convertía en una glándula. En esa época había asumido que aquello era imposible, pero tampoco era una metáfora. Estaban días hinchadas, trabajando.

Lx ponente invitadx de aquella noche en el Institut für Sexualwissenschaft había sido muy aburridx. El mismo impulso bochornoso de encontrar el progreso sexual en la naturaleza y en los pliegues de la entrepierna. Yo era unx comunista demasiado esotéricx para creer en estas membranas mucosas, no sé por qué pensé que esta vez sería distinto. O igual estaba simplemente buscando un pretexto para estar en una sala con gente con la que chocaba de una forma que convertía nuestros problemas en problemas en el mundo. A pesar de las otras ocasiones, nada indicaba que viviéramos en el mismo mundo. Por otro lado, tú también estabas ahí, al fondo, fumando, un poco avergonzadx tras haber llegado tarde. Llevabas un traje marrón, tan atractivx que casi parecía dudoso, con una corbata atada de forma muy elegante, con tu característico vello. Te conocía de la fiesta en The Magic Flute, en la cual, entre otras actividades, habían hecho un concurso de comida para charlatanes. No me lo estoy inventando. Estábamos viviendo el despertar de varios eventos. Cuando lx ponente se refirió por tercera vez a travestis supuestamente heterosexuales en matrimonios aceptados, nuestras miradas se encontraron. Pusimos los ojos en blanco. Al ser una de las chicas más altas de la sala, acercarme a ti me hacía visible a los suspiros de las hermanas. “¿Quieres ir a otro lado?”, sugeriste entre dientes. Todavía era pronto. Cómo lo necesitaba.

Nos cruzamos con un poli que estaba fumando un cigarro bajo una farola de gas. Qué pintoresco. La farola de gas, que luce en nuestro trozo de acera, proyecta una luz ambigua sobre el suelo. Las pequeñas escalinatas, los pórticos con columnas, los frisos y arquitrabes de las mansiones de Tiergarten; por primera vez los vimos claramente3. Era 1927 y la policía de Berlín aún estaba minada por los nazis. No había comido nada en todo el día.

4

¿Levantó tu mano (o cualquier otro encuentro íntimo similar) el velo violeta con el que había estado viviendo desde que era un niño que aún no sabía que quería ser una niña que quiere ser un niño? Claro que no. El velo violeta es un motivo que saqué de unx de lxs autores de romance de uno de los libros que me hicieron mudarme a Berlín. Era una imagen tan incómoda que a veces era exactamente lo que necesitaba para describir mis relaciones de una forma que les hiciera estallar. Olga había enroscado otro velo sobre la lámpara para que la habitación se cargase con una luz débil y violeta4. El velo podía ser concreto: que cubra la luz de la mesita de noche en una noche solitaria cuando lxs otrxs probablemente estuvieran reinventado la comodidad sexual en el Damenklub Violetta. Otras veces era más abstracto: la única forma de describir esa especie de mezcla de relaciones sociales que mantenía el mundo a raya, intocable. Como parte de un conjunto, el velo violeta era un guiño divertido.

La situación tampoco era de todo anónima. ¡El cielo era solo una mano! ¡En mi boca! Solo un beso. Y después otro, etcétera. Lo suficientemente tibio para dejar marca en el lugar donde este vecindario particular (Tiergarten) se solapaba con esta noche (un jueves en diciembre). Tu mano unía una calle con otra y, de una forma distinta, con otro día, un par de meses más tarde. A la vez, un área concreta de Schöneberg se volvía intransitable. En medio de este cambio, noté que la piel se me empezaba a irritar como una alegoría floral. Me dolía la nariz. Notaba mis mejillas más finas que antes. Ni siquiera me habías dado una bofetada aún.

Así, cuando pones tu mano en mi boca también pones tu mano donde la historia de la ciudad rozaba contra el metabolismo que supuestamente era mío. Incluso las conexiones débiles eran valiosas porque, no solo durante esta época del año, la coherencia de este entorno podía ser engañosa: se puede caminar por una calle en concreto, girar en una esquina, y de un momento a otro, el camino amenaza con desaparecer. La tarde perdió sus contornos, el clasicismo cursi de la arquitectura de Schinkel amenazaba con romperte las piernas. Era fácil confundir esto con un ligero efecto de expresionismo vago, por la distorsión de la historia correcta atrapada en el área metropolitana incorrecta. Sin embargo, lo escandaloso no era que los sombreros de la clase media volaran por los aires de inmediato, sino que no lo hicieron. El crepúsculo que colgaba sobre nuestras cabezas como el destino no era verde, sino que centelleaba gris sobre gris: normal. La alienación se había convertido en una palabra demasiado grande y ya no me acordaba donde vivían lxs amigxs, o si acaso era humanamente posible verlxs en alguno de los bares relevantes de Schöneberg. ¿Tenían una boca y un auricular de un teléfono? A veces me acordaba: sí, muchxs sí que tenían, y les llamaba. ¿Tomamos algo? Cada conexión que realizaba me parecía más improbable, más alejada de la objetividad espectral que formaba el día a día de la mayoría de personas.

Tú no lo habrías dicho en términos tan grandiosos. Qué bueno. Yo tenía 19 y tú me dijiste que tenías 23 cuando la falsa promesa de pertenencia casual nos había engatusado a venir primero a Berlín, luego a la noche en el instituto, y luego aquí, donde metiste tu mano en mi boca. ¡Smack! La promesa (obviamente) la había roto no solo la ciudad, sino también la pena y la crisis de la vivienda. La mala comida y la paleta de colores sombríos de los dorados años 20 que se reflejaba en la ventana. El diálogo sobre la historia inexplicable rozaba la debilidad, donde, por ejemplo, el mundo de los concursos de comida para charlatanes no parecía indicar que las cosas tenían que cambiar. Tú, lx historiadorx más competente del nerviosismo revolucionario, me dijiste murmurando a quién y dónde había disparado Freikorps apenas un par de años antes. Donde tiraron el cuerpo de Rosa al canal que no se apresuraba.

Incluso donde sea que la gente haga algo lo suficientemente chirriante para que pueda pasar por una escena, pertenecer es imposible. Traté de romantizar el estado de rotura para impulsarlo en la dirección de gente como tú. Intenté mapearlo, temporizarlo, condensarlo en un motor, en un poema mediocre, en un compromiso con los sándwiches. ¿A dónde deberíamos ir? Tú y yo caminando no éramos lo suficientemente invisibles para ser flâneurs. Demasiado sospechosxs para estar solxs. Incluso cuando caminábamos a velocidad heterosexual estábamos, a la vez, corriendo. Cuando digo que metiste la mano en mi boca era la forma en que podía quedarme en la ciudad, lo cual no quiere decir que fuese sencillo. Lo que a veces confundí con “nuestra” forma de vida, con sus cuencos de champán y de derrota, no era toda afecto. No encontrar el lugar de unx en la ciudad no significa mucho. Pero perder un lugar en la ciudad, como se pierde en el bosque, requiere bastante aprendizaje5. Y vaya que si aprendíamos. Lx unx de lx otrx. Lo que hacíamos era lo suficientemente asqueroso. Abarcaba rastros de bocadillos de salchicha alemana, enfermedades infecciosas, alienación. Suicidio. Más bocadillos de salchicha. Suicidio. No se trataba del dinero.

Imagina vivir aquí, en algún sitio —en medio de algo que está constantemente parpadeando. También habría huelgas de alquiler (igual sólo en los últimos años). Imagina: dolor y solidaridad y la diferencia entre estos desbloquearía un pasaje secreto a través de… no de la historia o del mapa de la ciudad, sino de la otra cosa.

3

La mañana siguiente, como era de esperar, mi boca ya casi había desaparecido de nuevo. Tu mano tampoco estaba ya. Cuando me acompañaste a la estación de tren, me enseñaste la mano que te faltaba y expusiste el siguiente problema: “Sueño con tener una vida. Que cuando tenga dinero para comprarme un segundo traje, un impulso político más preciso y los sentimientos adecuados, tendré una vida. He hecho el psicoanálisis suficiente para saber que es un sueño y las lecturas suficientes para saber que el sueño de tener una vida apenas se ha inventado. Para la gente como nosotrxs (como si existiese) quizás sea siempre algo nuevo, un producto nuevo. Es eso lo extraño de la vida gay que ni siquiera tenemos: a veces no consigo distinguir entre estar con gente y estar en aislamiento. O entre la endocrinología y el atascamiento.”

Me fui a trabajar. Era 1927 y trabajaba en correos en esa época. No sabía aún que mis tímidos intentos de hacerme sindicalista nunca llegarían a nada. No sabía que los siguientes años harían que pareciese que este fracaso no importaba. En mi escritorio, cuando nadie miraba, empecé a escribirte, aunque sabía que te vería de nuevo un par de días más tarde. Nunca te envié lo que escribí, quizás porque no era una carta ni estaba dirigida a ti.

Solo tengo una mano con mi mano en tu mano. Te echo de menos. Cuando metes la mano en mi boca me hace echarte de menos a pesar de que estás dentro de mí. Aun así, no acabo de echarte de menos lo suficiente. Tu dedo índice agarra mis dientes delanteros. Tu dedo índice me da ganas de vomitar. Nunca te lo conté, pero “te echo de menos” es una frase que se me ha quedado pegada. No es romántica sino un bastante factual. No pasa ni un minuto, lo he cronometrado, sin que la tonta voz en mi interior no diga “te echo de menos”, pero ni siquiera sé que es lo que echo de menos. aún está en nuestra historia compartida en Tiergarten y en nuestro amor, pero a veces se cuela en gente a la que tú no conoces, que ni yo conozco, amigxs de amigxs de amigxs, antiguxs amantes. Encontramos el amor en un lugar desesperanzado. En cierto sentido, no estaba ni bien ni mal. La decepción a la que dio lugar es una de las condiciones bajo las cuales estableceríamos nuestra amistad, una forma de presenciar cómo todo tiene que cambiar. Con un dedo índice acariciando mis dientes que rechinan y mis dientes rechinando contra el papel de la pared, después, la pared, ¿después qué? Sea cual sea el próximo edificio, diferenciándonos. De tus nudillos en adelante, la tensión de mi mandíbula me echa para atrás. Sólo tengo una mano izquierda con tu mano en mi boca.


  1. Bad Gays, de Huw Lemmey y Ben Miller, episodio: “Friedrich Radszuweit”. 

  2. Anna-Elisabeth Weihrauch, The Scorpion

  3. Walter Benjamin, Berlin Childhood Around 1900

  4. Anna-Elisabeth Weihrauch, The Scorpion

  5. Walter Benjamin, Berlin Childhood Around 1900

Maxi Wallenhorst vive en Berlín, sus textos recientes sobre estilo trans y malas analogías han aparecido en e-flux y Texte zur Kunst. “YO SOLO …” es parte de un trabajo en proceso.